Si usted piensa que cuando entra a un mall no hay cientos de ojos fisgoneando y sondeando en su presencia general, para ver si es o no un comprador pintiparado e idóneo crematísticamente hablando, es porque no conoce el comercio. Hay ojos entrenados y cámaras de televisión observando todos y cada uno de sus movimientos y una red de voces digitales advierte a los vendedores si usted se acerca a la sección de ropa interior o a la de electrónica.
Usted es un sujeto afortunado por tener derecho a voto y pertenecer a la ciudadanía credit-card. Esa es por definición la mecánica de las democracias actuales. Ese isomorfismo entre la esfera tecno-económica y la esfera política es lo que hace de usted un benigno espécimen cohabitante de la colmena humana.
Usted no tiene rostro ni mucho menos individualidad, pero si pertenece a la elite de los poseedores de tarjetas de crédito es todo un ciudadano dilecto y confiable.
Hoy, comprar es una forma de vida, es “la” forma de vida. Somos protagonistas de uno de los paradigmas de la sociedad de la información: la función económica, que ha hecho posible la instauración de un mito, la pragmática del consumismo, un quehacer social tan cristalizado en la mentalidad “siglo XXI”, que se autoproclama y actualiza en un ejercicio constituido por juegos reglados de lenguaje, sonido e imágenes: la propaganda.
Estas reglas constitutivas son de naturaleza comunicacional, y su fundamento no son sino los juegos de lenguaje multimedial. Es decir, el consumismo constituye un nuevo lenguaje social que ante la bancarrota de los metarrelatos articula una multitud de microrrelatos, perecederos, intrascendentes y despolitizados; que transforman una ideología mercantil en sentido común diario y necesario. No podemos evadir esta nueva e instaurada realidad y dejar de observar que el consumismo se ha cristalizado en un nuevo ethos cultural irisado y atractivo, en que de las necesidades impuestas por un orden económico devienen impulsos o deseos incontrolados.
Si usted es un consumista compulsivo y no lo sabe.
Pero volvamos al acceso del mall. Usted es catado, degustado, probado y libado por máquinas que discriminan y segregan de acuerdo a varios parámetros incubados por sendos ingenieros comerciales. A saber, la clase social. Usted que va enceguecido por este virus del hedonismo no se percata que está siendo auscultado por máquinas seriadas por códigos de barras y alimentadas por un estructuralismo capitalista tan recalcitrante que no hay palabras para describirlo.
A qué clase social pertenece usted cuando entra a un mall. Sus constituyentes típicos serían:
1.- Alta superior: aristócratas reconocidos de viejo cuño de la comunidad no más allá de 50 kilómetros a la redonda.
2.- Baja superior: los nuevos ricos, incluyendo a gente famosa de medios comunicacionales, artistas de televisión y cine, deportistas de comprobada solvencia.
3.- Alta media: profesionales, ejecutivos, gerentes de empresas debidamente solventes, dueños de los negocios más grandes de la ciudad.
4.- Baja media: empleados privados y públicos, profesores, dependientes, pequeños comerciantes, y algunos técnicos de conocido domicilio.
5.- Alta inferior: la mayor parte de los obreros especializados y semiespecializados.
6.- Baja inferior: los jornaleros, dueñas de casa y extranjeros ilegales.
Pero, aparentemente –al entrar al mall- el concepto de clase desaparece y en su lugar se establece un énfasis en la forma de vida; el concepto omnifragmentante de clase se debilita y libera espacios a otras formas de autodefinición: usted es una persona.
Usted librecircula por entre los anaqueles de la sociedad de consumo que con su lógica de marketing -proverbios, máximas y aforismos sobre juventud y belleza infinita (higiene, salud, vitalidad, acción, alegría, espontaneidad) dentro de un encantador entorno 3D- obnubila lo mas sagrado en el ser humano su estimación y dignidad.
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