“¿Qué puede esperarse de un hombre? Cólmelo usted de todos los bienes de la tierra, sumérjalo en la felicidad hasta el cuello, hasta encima de su cabeza, de forma que a la superficie de su dicha, como en el nivel del agua, suban las burbujas, dele unos ingresos que no tenga más que dormir, ingerir pasteles y mirar por la permanencia de la especie humana; a pesar de todo, este mismo hombre de puro desagradecido, por simple des¬caro, le jugará a usted en el acto una mala pasada. A lo mejor comprometerá los mismos pasteles y llegará a desear que le sobrevenga el mal más disparatado, la estupidez más antieconómica, sólo para poner a esta situación totalmente razonable su propio elemento fantástico de mal agüero. Jus-tamente, sus ideas fantásticas, su estupidez trivial, es lo que querrá conservar...”
Feodor Mijailovich Dostoievski
Domingo. Otros tantos lánguidos bostezos de aburrimiento trascendental ante un mundo donde todo es exiguo, insuficiente. El sentimiento de inopia vital vuelve y revuelve la horizontalidad del domingo. Nos hemos negado sistemáticamente toda la vida a ser un típico hombre medio que piensa, cree y estima precisamente aquello que no se ve obligado a pensar, creer y estimar por sí mismo en esfuerzo propio y original. Este hombrecito espiritualmente invisible tiene el alma hueca, y su única actividad es la mímesis del eco. Nos asalta, a veces, un efecto de indignación… de cuando en cuando llega a la superficie de la conciencia su voz recóndita.
El gran laboratorio de experimentos humanísticos que es la vida humana nos parece un desierto umbrío en donde se enseñorea la nada corrosiva. Herido e irritado, mostramos a la intemperie ese resto insocial e insociable que todos y cada uno llevamos dentro, pero cuidadosamente disfrazado y encubierto. Y cuando alguien ha dicho abiertamente de algo que es una farsa o de alguien que es un farsante, pasa a ser un… desconsiderado. Y casi todas las cosas le parecen farsas, y casi todos los hombres le parecen farsantes. Llamamos farsas a aquellas realidades en que se simula la realidad. Esto pre-supone que en la llamada realidad distinguimos bidimensionalidad: una externa, aparente, manifestativa; otra, interna, substancial, que en aquella se hace aparente y palpable. Tiene aquella realidad la misión ineludible de ser expresión adecuada de ésta, si no es farsa. Tiene esta realidad interna, a su vez, la misión de manifestarse, exteriorizarse en aquélla, si no es también farsa. Ejemplo: un hombre que defiende profusamente unas opiniones que en el fondo le tienen sin cuidado, es un farsante; un hombre que tiene realmente esas opiniones, pero que no las defiende y manifiesta, es otro farsante.
El mal –dice Platón- asola a las repúblicas en las que no hace cada cual lo suyo. Según lo dicho, las verdades del hombre estriban en la concordancia estricta entre el gesto mundanal y las reconditeces del espíritu, en la perfecta adecuación entre lo externo y lo íntimo. Goethe, aunque a propósito distinto, solfeaba: Nada hay dentro, nada hay fuera; Lo que hay dentro eso hay fuera. No es otro asunto, creemos, es lo que ya Platón, tiempo atrás, nos enseñó con sus célebres alegorías. Y la filosofía tiene algunas sobresalientes, como la del “asno de Buridán”.
Se im-puta (nada personal) a Juan Buridán, nominalista francés del siglo XIV, la con- siguiente fábula: un asno famélico y hambriento, colocado frente a dos sendos suculentos montones de heno volumétricamente iguales y situados a la misma longitud vectorial; y, nuestro burro, no siendo capaz de decidirse a cuál de ellos acudir para liberarse del hambre que lo laceraba y; al carecer de un motivo que le lleve a elegir el uno más que el otro, termina por morirse de inanición.
Feodor Mijailovich Dostoievski
Domingo. Otros tantos lánguidos bostezos de aburrimiento trascendental ante un mundo donde todo es exiguo, insuficiente. El sentimiento de inopia vital vuelve y revuelve la horizontalidad del domingo. Nos hemos negado sistemáticamente toda la vida a ser un típico hombre medio que piensa, cree y estima precisamente aquello que no se ve obligado a pensar, creer y estimar por sí mismo en esfuerzo propio y original. Este hombrecito espiritualmente invisible tiene el alma hueca, y su única actividad es la mímesis del eco. Nos asalta, a veces, un efecto de indignación… de cuando en cuando llega a la superficie de la conciencia su voz recóndita.
El gran laboratorio de experimentos humanísticos que es la vida humana nos parece un desierto umbrío en donde se enseñorea la nada corrosiva. Herido e irritado, mostramos a la intemperie ese resto insocial e insociable que todos y cada uno llevamos dentro, pero cuidadosamente disfrazado y encubierto. Y cuando alguien ha dicho abiertamente de algo que es una farsa o de alguien que es un farsante, pasa a ser un… desconsiderado. Y casi todas las cosas le parecen farsas, y casi todos los hombres le parecen farsantes. Llamamos farsas a aquellas realidades en que se simula la realidad. Esto pre-supone que en la llamada realidad distinguimos bidimensionalidad: una externa, aparente, manifestativa; otra, interna, substancial, que en aquella se hace aparente y palpable. Tiene aquella realidad la misión ineludible de ser expresión adecuada de ésta, si no es farsa. Tiene esta realidad interna, a su vez, la misión de manifestarse, exteriorizarse en aquélla, si no es también farsa. Ejemplo: un hombre que defiende profusamente unas opiniones que en el fondo le tienen sin cuidado, es un farsante; un hombre que tiene realmente esas opiniones, pero que no las defiende y manifiesta, es otro farsante.
El mal –dice Platón- asola a las repúblicas en las que no hace cada cual lo suyo. Según lo dicho, las verdades del hombre estriban en la concordancia estricta entre el gesto mundanal y las reconditeces del espíritu, en la perfecta adecuación entre lo externo y lo íntimo. Goethe, aunque a propósito distinto, solfeaba: Nada hay dentro, nada hay fuera; Lo que hay dentro eso hay fuera. No es otro asunto, creemos, es lo que ya Platón, tiempo atrás, nos enseñó con sus célebres alegorías. Y la filosofía tiene algunas sobresalientes, como la del “asno de Buridán”.
Se im-puta (nada personal) a Juan Buridán, nominalista francés del siglo XIV, la con- siguiente fábula: un asno famélico y hambriento, colocado frente a dos sendos suculentos montones de heno volumétricamente iguales y situados a la misma longitud vectorial; y, nuestro burro, no siendo capaz de decidirse a cuál de ellos acudir para liberarse del hambre que lo laceraba y; al carecer de un motivo que le lleve a elegir el uno más que el otro, termina por morirse de inanición.