sábado, 3 de diciembre de 2011

Degradación de la vida en común

El hombre no es capaz de crear de la nada, pero cuando hace algo verdaderamente innovador, aunque sea partiendo de las cosas, de lo que hay, de la realidad ya creada, en algún sentido se aproxima al creador, y así puede llamarse aunque sea figuradamente.    Julián Marías


Tus besos de hoy ya no me saben a aquellos de nuestros primeros furtivos encuentros. Tus primeros “te quiero” me hacían subir al cielo, hoy los días pasan tan habitualmente sin que intercambiemos ni una sola palabra de afecto. La convivencia se hace desolada, desierta, árida, todos nuestros encuentros son tangenciales, fortuitos. Cada cual en lo suyo propio. Y la desolación y la soledad se ahondan en el inconmensurable abismo de la rutina. La vida cotidiana se degrada en rutina, en breves acercamientos con desgano, insolidarios, hasta hostiles. Cada uno a lo suyo. No hay “música” en nuestras vidas. Incapaces de esfuerzos creadores y lujosos, recaemos siempre en el ayer, en el hábito, en la rutina, en el vacío. Nos hemos convertido en criaturas chabacanas, indiferentes, glaciales, formulistas, hueras, como funcionario de aefepé. La vida se ha tornado en aburrimiento, como dijeron los anacoretas cristianos “sufren de ansiedad del corazón”.

La rutina como ácido corrosivo nos va perforando el alma poco a poco. Los  economistas llaman a este fenómeno “ley de rendimiento decreciente”; a mayor frecuencia de un suceso, menos valor se le atribuye-el verte en cada amanecer, pálida, desmelenada, rascándote la entrepierna, camino al baño, ya me es totalmente indiferente-. “El sonsonete de las quinientas horas semanales”, como canta desencantadamente Nicanor Parra.
Las musas, hijas de Mnemosyne, nos “olvidan” a cada instante. Y es imposible para el hombre estar creando a cada instante. Nos olvidamos a cada momento de la sabiduría del corazón y de la mente, del carácter sagrado del mundo y del ser humano. Nos olvidamos de sí mismos y de los que amamos. Somos tan extremadamente egoístas que nos olvidamos hasta de nosotros mismos.
Hegel encontró una idea que refleja muy claramente nuestra difícil situación, un imperativo que nos propone combatir acertadamente el olvido que inmoviliza y anquilosa, e incita a “echarle pa’elante”: "Tened —dice— el valor de equivocaros".
La vida creadora supone un régimen de alta higiene, de gran decoro, de incitantes estímulos, de felices iniciativas que excitan la conciencia de la creatividad. La vida creadora es vida proyectante, érgica, enérgica, faústica.
El que no hace cosas por el temor a equivocarse está condenado a rutinizarse, a petrificarse, a anquilosarse; a convertirse en una cosa entre las cosas. Pero para hacer cosas hay que saber qué cosas hacer.
Si hiciésemos balance de nuestro contenido mental –ideas, opiniones, normas, sentimientos, deseos, presunciones-, notaríamos que la mayor parte de todo…es nada.
He ahí la “quiditas”, como decimos nosotros los hijos de Roma.