Muy
a menudo, franquea el ser anímico etapas de gran porosidad y apertura y, en
otros, de extremo hermetismo callado y petrificado. Una pre-ocupación difícil o
aguda suele originar un excesivo ensimismamiento, una densa concentración en
nuestra intimidad. Se vuelve el alma, por así decirlo, de espaldas a la gran
apertura mundanal y solo atiende con máxima atención y tensión a la pena
contingente o conflicto cercano que ocupa entonces el epicentro anímico. Nada de
afuera le llega adentro, nada externo se hace interno: va el alma sorda y ciega
y muda. El sentimiento de alegría, por el contrario, que vuelve hacia fuera el
alma, la desconcentra y exterioriza y la convierte en una amplio tramado de
abiertos poros, en una suerte de pabellón auricular, lanzado a recoger los pormenores
movimientos acústicos.
Y
como todo ser débil alimenta sus preocupaciones por sus debilidades –así el
enfermo-, sucede que los hombres débiles suelen ser criaturas poco sensibles,
poco afectivas y extrañamente impenetrables y herméticas.
Entonces,
cuando en el alma llega a ser hábito o progresión constitutiva el hermetismo
hacia fuera, tenemos un carácter “insensible”; cuando se padece hermetismo
hacia dentro, el hombre tiene el alma “seca”, enjuta, sin desagües. Y aunque no es lo corriente, se puede ser muy
sensible para recibir impresiones del mundo y a la par que muy seco y huraño en
las propias reacciones sentimentales. Así sucede que el hombre muy inteligente
suele ser al mismo tiempo, muy fino recepcionista del entorno circundante,
exquisitamente sensible, y sin embargo, de un fondo íntimo sumamente seco e
infecundo. Es muy difícil ser, a la misma vez, sensible y sentimental
Y
este “hallarse hermética” u “obliterada”, abierta o cerrada el alma, puede
decirse en dos sentidos. Nuestra alma puede estar abierta o cerrada hacia
fuera, esto es, a lo que en el abierto mundo hay y le acontece; o bien, abierta
o cerrada hacia adentro; es decir, al interior de los propios sentimientos que
germinan en nuestra intimidad.
Póngase
atención en lo que sucede cuando de súbito percibimos que nos inunda un estado
de tristeza o brota una antipatía hacia otra-cualquiera persona. Doña tristeza
se presenta como un espectro deprimente que va disminuyendo la estabilidad de
nuestra persona; podemos, por un instante, establecer, como en una marea, la
altura a la que llega; hay tristezas periféricas que no llegan al epi-centro de
la persona, y hay tristezas profundas que inundan todo nuestro ser. En las
primeras, el “yo” se siente aún intacto; la tristeza está en torno a él, pero más
o menos lejana, pero no en él. En las tristezas profundas, el “yo” queda
sumergido y, como se dice ahora, asfixiado en angustia.
La
antipatía, ese movimiento anímico contra alguien que de pronto nace en nosotros,
no sale tampoco de nuestro yo. Yo-soy el que piensa, el que decide y quiere,
soy autor de mis pensares y de mis haceres volitivos; pero la antipatía la
encuentro en mí sin que yo la haya llamado ni hecho; surge contra todas mis
reflexiones, contra toda mi voluntad. La persona antipática es, acaso, indulgente
y compasiva conmigo, no tengo nada que decir contra ella, y, sin embargo, ese
impulso de antipatía surge en mí por explosión espontánea, sin mi consentimiento
ni colaboración. El terreno, pues, del volumen
íntimo de donde mana y brota la antipatía –como la tristeza- es distinto del lugar
geométrico psíquico que llamamos “yo”. A veces noto que mi yo llega a
aceptar esa antipatía, a tomarla sobre sí, a responsabilizarse de ella. Quiere
decirse que ese punto del alma donde la antipatía nació ha traído el eje de mi
persona y se ha instalado en él. En cada momento surgen en nosotros esos
impulsos del alma que vemos situados en torno a nuestro núcleo personal y a
distancias distintas.
Lo
propio acontece con los deseos o apetitos que nacen y mueren con nosotros, sin
considerar para nada con nuestro particularísimo yo. Son míos propios, repito; pero no son yo.
Por eso el psicólogo diestro tiene, a mi juicio, que distinguir entre el “yo” y
el “mí”. El infernal dolor de muelas, me duele a mí y, por lo mismo, él no es
yo. Si fuésemos un mero dolor de muelas, no nos dolería: doleríamos más bien a
otro, e ir a casa del dentista equivaldría a un suicidio, pues como dice
Hebbel, “cuando alguien es una pura herida, curarlo es
matarlo”.