La ilusión de la compañía es una de las tantas bromas pesadas que nos juega la Vida. Por ser la Vida intransferible, exclusiva, hace que esta sea “radical soledad” (Ortega y Gasset), en un sentido mucho mas profundo que el psicológico. Nadie puede sufrir por mí dolor, ni orientarse por mi en el mundo, ni amar, ni desear, ni dudar; la Vida es esa enorme tarea de enfrentarse con las cosas, los casos y la gente. Se alteran las facilidades y las dificultades con que nos topamos por las esquinas del mundo. Cada cual vive su Vida solo, en la mas completa y rotunda soledad existencial.
Desde ese fondo de “soledad radical”, que es sin remedio nuestra Vida, emergemos torpe y constantemente en un ansia, un deseo –a veces desesperadamente desesperado- no menos radical, de compañía. -Paradojal situación evolucionista, chiste en nuestra programación vital-. Hacemos diversas musarañas cordiales, contorsiones emotivas; nos inventamos intentos de acercamiento a los demás: amor, amistad, para acercar nuestra soledad a la de los otros seres; pero estos jamás se funden con el cada cual que cada uno es –sino absolutamente lo contrario-, los demás son siempre lo otro, el absolutamente otro; un elemento extraño y siempre –mas o menos- estorboso, negativo y hostil. En el mejor de los casos, incoincidentes que por eso advertimos como lo ajeno y fuera de nosotros, como lo forastero; como un cuerpo extraño a nuestro organismo.
El hombre solo y perplejo frente a la inmensa soledad universal –cansado de hurgar por los mundos ajenos- vuelve en gesto desesperanzado su visión hacia dentro de sí mismo, hacia sí mismo. Y no sin asombro observa, que está absolutamente solo frente a la inmensidad del Todo. Esa suerte de excursión que ha experimentado –por los derroteros mundanales- buscando algo o alguien que lo “acompañe”, le ha enseñado, no sin dolor, que aquello no es más que una ilusión, encantamiento, espejismo, representación fantasmal de un estado que idealmente quisiéramos vivir; el de ser todos, Uno. Hemos creado todo un repertorio –patético, por cierto- de intentos burdos para evadirnos de nuestra “radical soledad”; besos de la persona amada, los gestos del amigo, la empática corriente del grupo social (los blogs, Twitter, Facebook, etc.; no son más de los interminables intentos de acercamiento al absolutamente otro).
La verdad es que la Vida es personalísima intimidad. El intento humano de salirse de sí mismo es ir a los demás es gesto inútil.
Ese salto que habla Kunkel, del yo al nosotros, es espejismo utópico (a Tamayo le hubiese gustado esto). El yo es concreto, presencia indubitable; el nosotros, completo vacío, latencia dudosa, utopismo –que es la concepción de la existencia desde “ningún sitio”, pretendiendo valer para todos-. Pero el Ser humano –hermoso dentro de su miseria- se siente forzado a buscar y se estrella con imbatibles muros que le indican su definitiva y absoluta condición de soledad. Vivimos efímeros amores paranoicos, uniones simbióticas, extraños enlaces de paroxismo sentimental; sin alcanzar jamás, el sueño romanticoide (grave herencia de esos señores pálidos, barbilampiños, empolvados, adonizados, llenos de aguas de lavanda, zarzaparrilla, ámbar, jazmín, bergamota y avioletadas; esos, eruditos a la violeta, felizmente casi extintos: los románticos) de la fusión total, un derretimiento con el otro, una unificación desindividualizada, una atomización para mutar después en un sola superpersona.
Buscamos y buscamos, pero al final veremos, como en un espejo, retratada nuestra propia e inequívoca figura, nuestro propio y solitario ser. Y nada más. Todos esos amagos de fusión, amalgama, simbiosis, comunión, reunión, amor, sociedad (ahora redes) –o como se llame- que este desierto total nos pone en la retina estimativa, no es más que un espejismo brillante, engañosa apariencia, refracción artificial; fraudulencia, engaño, insidioso e irreal.