viernes, 4 de noviembre de 2011

Epifanías Subjetivas


“Estos Prolegómenos no son para uso de principiantes, sino para futuros maestros y, aun a éstos, no les deben servir para la exposición de una ciencia preexistente, sino, ante todo, para la invención de la ciencia misma”.    Kant

Engañar, embaucar, engatusar, timar, seducir, dar a la mentira apariencia de verdad, disfrazarla de autenticidad; ocultar sus ilegalidades y cubrirla de aparente probidad genuina…es un arte. Pero no cualquiera puede llegar a ser un mofante embelacador  profesional. Se necesita conocimiento y técnica. Para enmascarar la realidad, primero hay que conocer sus recovecos. Y esto no es tarea fácil. Conocer las cosas patentes, desnudas y manifiestas en todo su dramatismo es misión de guerrero boreal.
El hombre necesita una cierta seguridad, una cierta estructura desde donde poder proyectarse. Incluso para proyectar la inseguridad el hombre necesita terreno firme, un suelo sólido en donde poner los pies y apoyarse, por tanto, hay una cierta seguridad en la inseguridad.
Entonces lo primero que debe construirse el aspirante a encandilar a incautos solípedos o seducir a alguna adinerada cortesana poco agraciada, es construirse una atalaya compacta y firme desde donde sostener y lanzar desde allí sus ataques tracaleros. Llegar a ser un enlabiador de buen proclamar, con algún prestigio social requiere estudio y cierto intelecto cultivado; en esta lucha brutal por la existencia, de cuernos aguzados, o de afilada armadura de animal de rapiña; hay que ser capaz de camaleonizar la apariencia y de un caracortada de traje clownesco transmutarse en un efebo andrógino, del tipo bailarín de “martes femeninos”…de esos que gustan al sexo “débil” hoy en día.

El arte de fingir, el engañar, la adulación, la mentira y la fraudulencia, la murmuración de pasillos, la farsantería, el vivir del oropel ajeno, el enmascaramiento del rostro, el convencionalismo encubridor, la escenificación de actor de tercera ante los demás y ante uno mismo; en síntesis, el aparente aleteo traqueteador e incesante de polilla alrededor de la luminiscencia de la vanidad y el amor propio hiperestésico, debe ser el fin último del aspirante a estas artes arcanas a la mayoría de la plebe vulgata.

Hay entre los hombres una inconcebible, sincera y pura inclinación  hacia la verdad. Aunque el mayor número se encuentra sumergido en epifanías subjetivas, la poca densidad de su vida mental no le permite ver más allá de la punta de sus zapatos. La mayoría se encuentra profundamente sumergido en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a resbalar sobre la periferia de las cosas y los casos y percibe sus primeros planos, sus aparentes formas engañosas; su percepción sensorial no conduce en ningún caso a la verdad, sino que se duerme acomodaticiamente sobre el cojín de estímulos primarios, jugando infantiloidemente a tantear la cáscara de “lo que hay”.

Nietzsche se pregunta: En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa?

Esa ignorancia de sí mismo mimetizada en soberbia autocomplaciente del hombre, es su mayor debilidad y desde allí partiremos con el cultivo de las semillas del engaño y del fraude. Inocularemos, por ejemplo, una suerte de moral calvinista que iguala la riqueza y poder político a las bendiciones de Dios y por ella mide el éxito humano del individuo, entonces acumular dinero será garantía de una vida feliz y admirable. 
Debemos cultivar la ambivalencia celestial y bestial, la descalificación oportuna, la conducta odiosa, el libertinaje de ser-él-mismo-para-sí-mismo y la labor corrosiva que suscita la constante desaprobación; el desprecio sistemático, el demérito y la repugnancia a todo intento de búsqueda de la verdad. Estas son las comarcas del engaño. Debemos aprender a re-crear emociones fuertes. Una fuerte emoción aturde, desorganiza el curso del pensamiento y se presenta como un certero disparo en el centro del blanco de la atención. En ese momento se neutraliza el raciocinio y podemos dar un golpe certero al bolsillo, al amor propio, al cinturón de castidad de la víctima.
Afirmar que el hombre tiene una primaria apetencia de verdades…es el primer engaño. La estulticia, trompetera de su auténtico quehacer nos canta de cómo el prototipo humano retuerce el cuello del búho de Minerva y después de cocerlo a fuego lento, se lo engulle, para acallar el ruido de sus tripas.
Hemos vistos muchos retratos del hombre psicológico, y este, por lo menos en términos freudianos, es un hombre universal. En esencia, todos los hombres somos iguales, ¿así,  para qué la pantomima del escándalo? ¿Para qué el símil de impacto emocional, como si nos estuviéramos viendo por primera vez frente al espejo? ¿Para qué fingir el asombro estuporoso? Citemos otra opinión representativa, la de Franz Alexander: “en el subconsciente profundo, todos los hombres son similares; la individualidad se forma mas cerca de la superficie”.

domingo, 30 de octubre de 2011

La filosofía como solución a los problemas

“Primum est vivere, deinde philosophari” se dice de seguido. Y no puede ser de otra manera. La filosofía no puede ser algo primerizo en el hombre. La filosofía no es para señoritos satisfechos, ni para los aficionados a los “choripanes” cerveceros del fin de semana. Se filosofa desde muy adentro de la vida, cuando ya existe una experiencia de la vida, un pasado vital. Cuando la flauta filosófica comienza a sonar es porque se han visto muchos atardeceres, el buho de Minerva canta al anochecer. Eso que llaman niño prodigio (Schelling es la excepción que confirma la regla), una suerte de Mozart impúber, no es posible en filosofía. Platón y Aristóteles se daban cuenta que el filosofar –igual que la política- era cosa de viejos. La filosofía es un “venir de”, “llegar a” y “dejar de”.
A la filosofía se llega laboriosamente…es solo para iniciados. Recordemos que la filosofía es un sistema de interpretaciones radicales sobre el mundo y las cosas que suceden en el mundo. Es, por tanto, una actividad “intelectual”, a la que se llega de un modo “positivo”, o el aquel otro, más trabajoso y empinado: el escepticismo. Este atravesado hermano de la filosofía positiva y dogmática es un sistema de doctrinas terribles que se van autodestruyendo. Es una radical actitud defensiva frente a los falsarios mundos posibles y, esa negatividad ante todo saber, se siente en el cierto, fuera del radio del error, se siente seguro en la inseguridad. El escéptico tiene una imagen del mundo esencialmente vacía que lleva a la afasia –abstención del juicio, a la apatía- o austeridad, austería, la actitud seca, fría, severa ante todo y todos.
Cuando se han perdido las creencias tradicionales y se encuentra uno perdido en la vida,
de no saber a qué atenerse y nos vemos en esa situación de perdimiento radical; se nos da a sí mismos la conciencia de la ignorancia. Pero este no saber fundamental, esta ignorancia original, ese no saber qué hacer es el motor que nos fuerza a forjaros una idea de las cosas y de nosotros mismos y averiguar, al cabo, que es “lo que hay”. Filósofo solo puede ser –y esto se impone como una necesidad vital- quien no cree o cree que no cree, y por es necesita encontrar algo así como una creencia. Tanto de duda, tanto de filosofía.
Entonces, cuando se ha perdido la fe tradicional que nos sostenía y hemos caído en el no-saber, hemos ganado una nueva fe, en un nuevo poder que, sin saber, poseíamos. La filosofía se nos aparece como duda ante lo tradicional, pero, también como confianza ante una vía nueva que se encuentra ante sí. Duda o camino seguro –aporía o método- integran la peculiar ocupación que es el filosofar. La duda sin camino a la vista no es duda, es desesperación. Y la desesperación no lleva, de ninguna manera, a la filosofía, sino al salto al vacío mortal. El filósofo no necesita saltar, porque está en la “creencia” de tener un camino por el que se puede andar, avanzar, y llegar al claro de la Realidad por sus propios medios. Por esto la filosofía no puede ser algo primerizo en el hombre. Cuando se está complicado en el vivir y el Universo se ha tornado un puro problema aparece este procedimiento mental, este esfuerzo cognoscitivo que es el filosofar.