“Se dice que los humanos tienen un alma. Seamos todavía más radicales. En lo que tienen de esencial, los humanos son almas, porque viven en un elemento tan necesario a su vida como el agua o el aire: el elemento de la significación. Tal es el medio de la existencia pensante. Vivimos entre representaciones, relatos, imágenes, intensidades afectivas. ¿Es necesario concebir el alma como una sustancia pensante separada del cuerpo, distinta de lo extenso en general?”
No, no se trata de patrocinar un subjetivismo a ultranza o un “todo es subjetivo relativo”, que nos colocaría ante una bifurcación del dilema, a saber, del lado del idealismo, re-afirmando que el contenido material del mundo es psíquico. No, el bípedo sin plumas socrático es un doblez de la vasta naturaleza, está estructurado por el mundo, por el megalocosmos. “Yo soy yo y mi circunstancia” dice Ortega. Yo y la estancia que me circunda. El mundo, a su vez nos forma y conforma, nos piensa, nos habla, nos da significación: “Los hombres son seres condicionados, ya que todas las cosas con las que entran en contacto se convierten de inmediato en una condición de su existencia. El mundo en el que la vita activa se consume, está formado de cosas producidas por las actividades humanas; pero las cosas que deben su existencia exclusivamente a los hombres condicionan de manera constante a sus productores humanos”. No existe de ese modo es dicotomía que parte, por un lado, un universo físico objetivo y, por el otro, el sujeto, el pensamiento puro; el mundo no es esta exterioridad, esta objetividad. El ámbito del pensamiento es y se genera, como un conjunto organizado de nuestras interacciones, cruces de emociones, conocimientos, signos y gesticulaciones que se anidan en nosotros y que son diferentes para cada uno y cada cual de nosotros. El mundo del otro es otro mundo, es del absolutamente otro. El mundo es indistintamente subjetivo-objetivo, objetivo-subjetivo. De allí la condenación a la intransferibilidad, a la unicidad. Somos radicales soledades.