miércoles, 14 de marzo de 2012

La Catedral - Agustín Barrios Mangoré

El Escepticismo

Esta palabreja siempre nos ha causado reconcomio, cierto ardor interior –como un arañazo, un desgarrón abrasivo, allá por las extremidades del ánima- y nos urge rascarnos desesperadamente. La palabra escéptico –sképticoi- significa "el que mira o examina cuidadosamente una cosa" y el escepticismo –se dice- es "la tendencia a mirar cuidadosamente" antes de emitir una opinión sobre algo, para después poder tomar alguna resolución.
Dicen los escépticos que el sujeto nunca puede aprehender el objeto ya que sólo lo podemos aprehender en forma condicional, limitada, parcial, restringida, accidental, mudadiza y relativa.
La finalidad de la escuela escéptica –sobre todo la de Pirrón  360/270 a.C-  es conseguir la felicidad a través de la ataraxia - tranquilidad de ánimo o imperturbabilidad del espíritu por la ausencia de penas y temores: para los estoicos la ataraxia se consigue con el alejamiento radical de las pasiones., es decir, de la serenidad de espíritu; y sólo podremos llegar a ella a través de la crítica y la negación de cualquier doctrina determinada. Esta escuela de la antigua Roma, estaba formada por ciertos hombres terribles que se metían en las cabezas con argumentos rigurosos, apretados, filudos –como fino bisturí quirúrgico-, de manera que no había modo de zafarse. Los escépticos vivían en un constante descreimiento; siempre preguntándose por todas las cosas y todos los casos.

El escepticismo, en Filosofía- tiene una parte teórica y otra práctica; desde el aspecto teórico se trata de una teoría del conocimiento que indica que no hay saber absoluto y, por tanto, no existe ninguna opinión absolutamente certera; y desde el aspecto práctico, al no adherirse ni consentir ningún juicio ni a ningún criterio u opinión, el hombre encontraría la salvación y la paz interior, en la suspensión de juicio.
La suspensión del juicio (epojé o epoché): frente la problema del conocimiento los escépticos recomendaron la suspensión del juicio, como paso necesario para conseguir el estado mental adecuado para lograr la ataraxia, suspender la adhesión a cualquier discurso filosófico, incluso al propio discurso escéptico, a nuestro propio discurso.
Muchas veces las cosas parecen iguales en credibilidad, y por tanto no se puede afirmar a cual debe darse más crédito, por esto se recomienda la suspensión del juicio que consiste en mantener la mente en suspenso, sin afirmar ni rechazar nada.

domingo, 11 de marzo de 2012

Escaneo anímico

Muy a menudo, franquea el ser anímico etapas de gran porosidad y apertura y, en otros, de extremo hermetismo callado y petrificado. Una pre-ocupación difícil o aguda suele originar un excesivo ensimismamiento, una densa concentración en nuestra intimidad. Se vuelve el alma, por así decirlo, de espaldas a la gran apertura mundanal y solo atiende con máxima atención y tensión a la pena contingente o conflicto cercano que ocupa entonces el epicentro anímico. Nada de afuera le llega adentro, nada externo se hace interno: va el alma sorda y ciega y muda. El sentimiento de alegría, por el contrario, que vuelve hacia fuera el alma, la desconcentra y exterioriza y la convierte en una amplio tramado de abiertos poros, en una suerte de pabellón auricular, lanzado a recoger los pormenores movimientos acústicos.

Y como todo ser débil alimenta sus preocupaciones por sus debilidades –así el enfermo-, sucede que los hombres débiles suelen ser criaturas poco sensibles, poco afectivas y extrañamente impenetrables y herméticas.
Entonces, cuando en el alma llega a ser hábito o progresión constitutiva el hermetismo hacia fuera, tenemos un carácter “insensible”; cuando se padece hermetismo hacia dentro, el hombre tiene el alma “seca”, enjuta, sin desagües.  Y aunque no es lo corriente, se puede ser muy sensible para recibir impresiones del mundo y a la par que muy seco y huraño en las propias reacciones sentimentales. Así sucede que el hombre muy inteligente suele ser al mismo tiempo, muy fino recepcionista del entorno circundante, exquisitamente sensible, y sin embargo, de un fondo íntimo sumamente seco e infecundo. Es muy difícil ser, a la misma vez, sensible y sentimental
Y este “hallarse hermética” u “obliterada”, abierta o cerrada el alma, puede decirse en dos sentidos. Nuestra alma puede estar abierta o cerrada hacia fuera, esto es, a lo que en el abierto mundo hay y le acontece; o bien, abierta o cerrada hacia adentro; es decir, al interior de los propios sentimientos que germinan en nuestra intimidad.

Póngase atención en lo que sucede cuando de súbito percibimos que nos inunda un estado de tristeza o brota una antipatía hacia otra-cualquiera persona. Doña tristeza se presenta como un espectro deprimente que va disminuyendo la estabilidad de nuestra persona; podemos, por un instante, establecer, como en una marea, la altura a la que llega; hay tristezas periféricas que no llegan al epi-centro de la persona, y hay tristezas profundas que inundan todo nuestro ser. En las primeras, el “yo” se siente aún intacto; la tristeza está en torno a él, pero más o menos lejana, pero no en él. En las tristezas profundas, el “yo” queda sumergido y, como se dice ahora, asfixiado en angustia.
La antipatía, ese movimiento anímico contra alguien que de pronto nace en nosotros, no sale tampoco de nuestro yo. Yo-soy el que piensa, el que decide y quiere, soy autor de mis pensares y de mis haceres volitivos; pero la antipatía la encuentro en mí sin que yo la haya llamado ni hecho; surge contra todas mis reflexiones, contra toda mi voluntad. La persona antipática es, acaso, indulgente y compasiva conmigo, no tengo nada que decir contra ella, y, sin embargo, ese impulso de antipatía surge en mí por explosión espontánea, sin mi consentimiento ni colaboración. El terreno, pues,  del volumen íntimo de donde mana y brota la antipatía –como la tristeza- es distinto del lugar geométrico psíquico que llamamos “yo”. A veces noto que mi yo llega a aceptar esa antipatía, a tomarla sobre sí, a responsabilizarse de ella. Quiere decirse que ese punto del alma donde la antipatía nació ha traído el eje de mi persona y se ha instalado en él. En cada momento surgen en nosotros esos impulsos del alma que vemos situados en torno a nuestro núcleo personal y a distancias distintas.
Lo propio acontece con los deseos o apetitos que nacen y mueren con nosotros, sin considerar para nada con nuestro particularísimo  yo. Son míos propios, repito; pero no son yo. Por eso el psicólogo diestro tiene, a mi juicio, que distinguir entre el “yo” y el “mí”. El infernal dolor de muelas, me duele a mí y, por lo mismo, él no es yo. Si fuésemos un mero dolor de muelas, no nos dolería: doleríamos más bien a otro, e ir a casa del dentista equivaldría a un suicidio, pues como dice Hebbel, “cuando alguien es una pura herida, curarlo es matarlo”.