viernes, 21 de septiembre de 2012

J.S. Bach Chaconne BWV 1004

PRINCIPIO DE LA INDIFERENCIA

PRINCIPIO DEL EJERCICIO DE LA INDIFERENCIA EN LAS RELACIONES CON EL SEXO OPUESTO
(sólo para hombres).

Breve introducción teórica.

El principio de la indiferencia no es una herramienta para conquistar mujeres, sino una disciplina para protegerse de ellas. Sin embargo, es posible obtener resultados en esa dirección a través de su uso desinteresado, de lo cual se deduce que el principio de la indiferencia es en efecto, una herramienta para conquistar mujeres. Pero desde el instante en que admitimos que puede serlo le damos un objetivo, un interés, por tanto la indiferencia deja de tener lugar y nos vemos precisados a volver al comienzo, y concluir que el principio de la indiferencia no es una herramienta para conquistar mujeres, sino una disciplina para protegerse de ellas.

Necesidad real y aparente.

El principio de la indiferencia existe sólo cuando es puesto en práctica, se equivocan quienes suponen que informándose acerca de su modo de operar acceden a los beneficios de su influencia. Ahora, debo decir que no todos necesitan del ejercicio de esta disciplina, de modo que quienes lo consideren una banalidad, no tienen derecho a negar su eficacia, sino que deben admitir que si no les interesa es porque en apariencias no tienen necesidad de él, y por otro lado, tienen la obligación de confesarse ignorantes al respecto. El principio de la indiferencia existe independientemente de la opinión de terceros.

Descripción práctica. Formulación de la paradoja y conclusión final.

El Principio de la Indiferencia funciona cuando tomas conciencia de que al enfrentarte a una mujer, la bestia a domar no es ella sino tú mismo. Tú eres quien debe convencerse de que el resultado te es indiferente; y observemos que la indiferencia sólo es viable al relativizar aquello a lo cual se aplica, es decir, para que algo nos sea indiferente tenemos que existir nosotros, nuestra indiferencia, y ese algo, ya que la indiferencia en estado puro se es indiferente a sí misma.
Lo dicho hasta aquí parece bastante lógico.
Pero cuando apuntamos nuestra indiferencia hacia la mujer que está ante nosotros, no estamos siendo indiferentes, lo cual niega toda posibilidad de que la indiferencia tenga lugar si no es en estado puro. De modo que para aplicar eficientemente este principio, hemos de ser indiferentes a nuestra propia indiferencia, y aquí está la clave: el principio de la indiferencia consiste en no aplicar el principio de la indiferencia.
De lo que se desprende que, al enfrentarte a una mujer debes renunciar a todo enfrentamiento.
Lo digo yo, que hasta al día de hoy he sido incapaz de poner en práctica el principio de la indiferencia.

Es importante y exageradamente sobredimensionada la relación que hay en la actualidad del cuerpo como identificador de la personalidad del hombre y mujer de hoy con lo que podríamos llamar vida feliz. Es casi como la tarjeta de presentación. La somatotipia –que tiene mucho de fatalidad- por el cual se ocupa y preocupa compulsivamente el hombre contemporáneo es casi exclusivamente la búsqueda de una imagen agradable a los demás; de un perfil  juvenil y lozano, estéticamente armonioso, capacidad gimnástica, aire emprendedor y enérgico, jovial y alegre, vigoroso, calificado y con aires de ganador. Se presupone que un cuerpo así es imposible que pase desapercibido al prójimo -siempre atento mas a las formas que el fondo- no identifique inequívocamente a quien lo lleva encima. Pero esta corporeidad es la cáscara de un interior oculto; a fuerza de adornos, ornamentos, atavíos, afeites, acicalamientos mostramos a público lo que realmente no somos.
Por aquello es normal que en una época enceguecida por el culto fervoroso y adoración –de ribetes idolátricos- a lo corporal, oculte lo transitivo, lo pasajero y mortal de algo que acaba con el simple detalle técnico: el dejar de respirar y así este sea expedido definitivamente a los gusanos y a las comarcas del olvido.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Los Riesgos del Escribir

Escribir es una faena ardua y peligrosa que causa muchas víctimas. La mayoría de los escritores se arriesga al fracaso total o parcial. Esto de unir palabras, una tras otra, laboriosamente, es una tarea que se hace en solitario. Cualquier persona que quiera acercarse a este ámbito deberá contar con este hecho. El periodismo, por ejemplo, es una profesión gregaria, que se hace a la intemperie de la calle pública, mientras que el oficio de escritor es una profesión solitaria que se hace puertas adentro.
La vida de un escritor es dura, porque tiene un compromiso con la veracidad: primero, consigo mismo; segundo, para con los demás y con los tiempos en que vive.
Hay placer y diversión en su oficio, pero también hay agobio. Los problemas que se le presentan los tendrá que solucionar solo, no habrá mucha gente con quien pueda discutir sobre su trabajo. Es la miseria y esplendor de su vocación.  Por todo esto se requiere ser de carácter fuerte para ser un escritor con cierto número de lectores y con éxito.
La principal virtud de este quehacer es la fortaleza. Tiene un compromiso inviolable con la verdad. El escritor como se sabe que vive en sociedad, que coexiste con sus prójimos y su circunstancia; tiene una urgente necesidad de comunicarse con los otros…con los absolutamente otros, como diría Ortega y Gasset.  El medio de comunicación entre los hombres es fundamentalmente la palabra. Mediante la palabra el hombre comunica a otro la verdad. De toda la fauna humana es el escritor el que debe promover la convivencia humana y la comprensión entre los hombres y esto se hace imposible sin la veracidad y, por consiguiente, sin la confianza.
Falsificar la Verdad es caer en la mentira y la mentira viola tres principios básicos de la convivencia humana, a saber: la mentira viola el principio de respeto al prójimo; la mentira destruye la confianza; claro, es prácticamente imposible depositar la confianza en una persona que suele mentir; la mentira degrada y perturba el orden social, la mentira hace que se extravíe la dignidad y hunda moralmente al hombre.

El escritor o la persona que escribe tiene un compromiso ineludible con la sinceridad. La sinceridad engendra sencillez y aleja de los ánimos el fingimiento o el interés por el enmascaramiento. Escribir es una suerte de strip tease psicológico. Aristóteles sostenía: “In medio stat virtus”, la virtud se encuentra en el medio…en el medio de la Razón.
Los escritores –pareciera, pero no es así- tienen la tendencia peculiar de creer en la manía persecutoria y, en otras formas de paranoia. La crítica es a veces despiadada y generalmente proviene de seres que no tienen mas sensibilidad de la de “un asno que pulsa la lira”, al decir de Erasmo de Rótterdam. Byron escribió: “Sé por experiencia que una reseña despiadada equivale a darle cicuta a un escritor en ciernes, y la que se hizo sobre mí me derribó. Pero pude volver a levantarme. En vez de cortarme una vena. Me bebí tres botella de clarete y contraataqué”. Coleridge, mas susceptible a las críticas, pero también mas agresivo, empezó así un poema: “Qué importa si un coro de bocas anchas y gélidas croa desde los pantanos malolientes de la pestilente tierra de la reseña” y lo terminó con estas palabras: “No, ríete, y dí en voz alta y alegremente: odio a esta tribu de gruñidores, y ella me odia a mí”.
El escritor debe ser enérgico y valiente, ha de estar dispuesto a experimentar y a correr riesgos inauditos. Por otro lado, el asombro debe acompañarlo siempre. No puede dejar de asombrarse de lo que dicen los demás y de lo que ocurre en el mundo.

martes, 18 de septiembre de 2012

Asturias - Isaac Albeniz

Kierkegaard teólogo

“Cabe aquí un pequeño problema para los observadores. Admitamos que todos los pastores de aquí y de las demás partes, que predican o que escriben, sean cristianos creyentes. ¿Cómo es posible que no se escuche nunca, ni nunca se lea, esta plegaria, que sin embargo sería perfectamente natural en nuestros días: Padre celestial, te agradezco que nunca hayas exigido a un hombre la comprensión del cristianismo, pues de otro modo, yo sería el más desventurado de todos. Cuanto más trato de comprenderlo, más incomprensible lo encuentro, más descubro solamente la posibilidad del escándalo. Por esto te ruego que la acrecientes cada vez más en mí.
Esta plegaria sería la ortodoxia misma y, suponiendo sinceros los labios que la pronuncien, al mismo tiempo seria de una impecable ironía para toda la teología de nuestros tiempos. ¿Pero existe la fe aquí abajo?”

Esta “nota” la escribió Soren Kierkegaard al pié de su último capítulo de “La enfermedad mortal”. La creencia ciega, sorda y muda de todos los tiempos aterraba a Kierkegaard. La fe inconmovible, la fe como adoración en el dogma del cristianismo que es el dogma del Hombre-Dios. Ese Dios antropomórfico, camaleónico, suprema potencia clownesca, de los imperativos que desesperan por la no-remisión de los pecados, que obliga a sumergirse –a nosotros los agnósticos (aunque, a veces, en virtud de la fé del carbonero logramos entrever "lados" de la divinidad)- en los ergástulos malolientes del demonio.
Dice que “la posibilidad del escándalo es el resorte dialéctico de todo el cristianismo”. Sin él, el cristianismo cae por debajo del paganismo y se pierde en tales quimeras, que un pagano lo trataría de pamplinas. La desesperante longitud tiempo-espacio entre el creyente y Dios continúa siendo un abismo infinito. Dios no necesita del hombre, el vive de sí mismo, nada en su propia mismidad. Si Dios necesitara algo…no sería Dios.