“Cabe aquí un pequeño problema para los observadores. Admitamos que todos los pastores de aquí y de las demás partes, que predican o que escriben, sean cristianos creyentes. ¿Cómo es posible que no se escuche nunca, ni nunca se lea, esta plegaria, que sin embargo sería perfectamente natural en nuestros días: Padre celestial, te agradezco que nunca hayas exigido a un hombre la comprensión del cristianismo, pues de otro modo, yo sería el más desventurado de todos. Cuanto más trato de comprenderlo, más incomprensible lo encuentro, más descubro solamente la posibilidad del escándalo. Por esto te ruego que la acrecientes cada vez más en mí.
Esta plegaria sería la ortodoxia misma y, suponiendo sinceros los labios que la pronuncien, al mismo tiempo seria de una impecable ironía para toda la teología de nuestros tiempos. ¿Pero existe la fe aquí abajo?”
Esta “nota” la escribió Soren Kierkegaard al pié de su último capítulo de “La enfermedad mortal”. La creencia ciega, sorda y muda de todos los tiempos aterraba a Kierkegaard. La fe inconmovible, la fe como adoración en el dogma del cristianismo que es el dogma del Hombre-Dios. Ese Dios antropomórfico, camaleónico, suprema potencia clownesca, de los imperativos que desesperan por la no-remisión de los pecados, que obliga a sumergirse –a nosotros los agnósticos (aunque, a veces, en virtud de la fé del carbonero logramos entrever "lados" de la divinidad)- en los ergástulos malolientes del demonio.
Dice que “la posibilidad del escándalo es el resorte dialéctico de todo el cristianismo”. Sin él, el cristianismo cae por debajo del paganismo y se pierde en tales quimeras, que un pagano lo trataría de pamplinas. La desesperante longitud tiempo-espacio entre el creyente y Dios continúa siendo un abismo infinito. Dios no necesita del hombre, el vive de sí mismo, nada en su propia mismidad. Si Dios necesitara algo…no sería Dios.
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