sábado, 11 de febrero de 2012

diálogo edificante

El diálogo es una pausa experimental en medio de los haceres rutinarios. Un ¡alto! en los quehaceres cuotidianos, un párale en el curso natural de las cosas y los casos. En ese sentido el diálogo es transgresión. En medio de los problemas habituales de la vida aparece la conducta dialogante como meta-lenguaje, lenguaje que no es el habitual y consueto e intencionadamente transgrede el curso reiterado de los acontecimientos. Recordemos al dialogador por excelencia: Sócrates, el ateniense. El fue un transgresor, un tábano –como él mismo se apodara- en la oreja del asno de Atenas. Removió el pensamiento ya pensado y no pensante, ese pensamiento que se adormece en el colchón de las fáciles soluciones.
Hoy día la desesperación de los trances de la rutina social, la imposibilidad, la incompatibilidad para resolverlos impositivamente ha devuelto al diálogo socrático la autoridad de mediador imprescindible entre variopintas subjetividades e intereses, de primer pronto, irreconciliables e irreductibles.
Sin embargo no siempre hay buena disposición a la exposición dialogante. Es una peligrosa exposición al aire libre. ¿Porqué poner en juego “estas ideas mías” que me han tenido y sostenido por los suburbios de la vida?; por ellas vivo y por las que me digo día a día que lo que hago es bueno, meritorio, justo. Porqué ponerlas en juego, exponerlas temerariamente a la “eficacia” de las ideas de mi antagonista y arriesgar así, a que se me confundan, que se difuminen y quedar a la intemperie, sobre terreno movedizo y a merced de las ideas voraces –del absolutamente otro- que luchan por echar raíces en mi total presencia general. Claro que es riesgoso.
Nuestras creencias –ideas cristalizadas- son preciadas posesiones; son ni más ni menos nuestro sustento –como el oxígeno-, ellas nos sostienen y nos impulsan a justificar nuestras posesiones y estar dispuestos, incluso, a morir por ellas…por tanto porqué correr el riesgo de perderlas.
La naturaleza profunda del diálogo ha de estar comandado por el “principio de veracidad”. No solo se debe dialogar, sino que debe tener la intención auténtica de querer alcanzar una suerte de “experiencia común”, es decir, un conocimiento teórico y una valoración pragmática de las cosas que se erija en un criterio válido para dirimir dificultades y rehabilitar así la rutina suspendida.
A las ideas debe tratárseles como huéspedes, como invitados transitorios y no como propiedades personales y estar dispuesto a dejarlas partir. No se trata aquí de promover el “bicefalismo parmenídico”: el pensar, sin conflictos internos, las cosas de un modo y seguirlas haciendo de otro. Tampoco convivir camaleónicamente y acomodarse donde mejor calienta el sol sin reconocer la existencia de sustanciales problemas objetivos.
Para que se produzca el dialogo han de converger al menos dos ingredientes esenciales; en primer lugar, reconocer la existencia del conflicto, re-conocer que “aquí hay un problema” y, en segundo término; tener la intención de solución. Querer alcanzar una solución que persuada y convenga a las partes. Se trata en última instancia de la búsqueda de una “experiencia común”, de un con-vencimiento final y total, que es el modo perfecto de vencer.

viernes, 10 de febrero de 2012

Gnossienne No. 3 by Erik Satie

Preferencias

Tenemos, Eros y yo, una marcada  preferencia por la belleza clásica.
Entre la variada  somatotipia femenina, nos inclinamos por el tipo atlético; curvas voluptuosas, senos maternales de pezones erectos y turgentes, caderas anchas y cintura breve. Tipo Mónica Bellucci, Adriana Lima o Sofía Loren. Esas Junos –las de los grandes ojos- de panteón griego nos arrebatan. Fuertes, de culos carnosos y hemisféricos. Además está comprobado que este tipo “tipo reloj de arena” es mejor amante.

La mujer muy delgada no es belleza que nos erotize, tipo anoréxico o andrógino; flaca de ojos hundidos, demasiado alta, estragada, casi raquítica, leptosomática; del tipo Etíope desnutrida de 40 kilos. Este tipo, que come solamente galletitas, frutas y agua; que vive mortificada por cada gramo de su cuerpo -conozco una que fluctúa entre la glotonería insaciable y ayunos franciscanos-, que viven ahorrando para liposuccionarse cuando lleguen a los 40, andan siempre somnolientas, cansadas y meditabundas.
Recordar, además, que no sólo el Poder es gordo; también la Dignidad, la Simpatía, la Cultura, la Virtud, la Belleza y la Salud son gordas o, al menos, voluminosas.

domingo, 5 de febrero de 2012

Ira Inteligente

Admitamos –dice Aristóteles– que la ira es un apetito penoso de venganza por causa de un desprecio manifestado contra uno mismo o contra los que nos son próximos, sin que hubiera razón para tal desprecio”; la consideramos un tanto idealista ya que no es el desprecio sin razón el que nos vuelve iracundos sino agravio objetivo muchas veces aberrante y violento. La definición de Descartes nos parece mas realista: La ira –escribe el filósofo francés– es una especie de odio o aversión que sentimos contra los que han hecho algún mal o han tratado de hacer daño, no indiferentemente a cualquiera, sino particularmente a nosotros [...] tiene el mismo contenido que la indignación y además se funda en una acción que nos afecta y de la que deseamos vengarnos”. Falta, sin embargo, en la fórmula cartesiana (aunque pueda suponerse implícito en ella), algo que sí se halla en la aristotélica: la indignación se suscita igualmente cuando las víctimas del mal o del daño son aquéllos que nos importan, nuestros cercanos –amigos o familiares- aunque no lo seamos directamente nosotros mismos.
Concertemos, entonces, que la ira es una emoción consistente en un estado afectivo de indignación y furor provocadas por el daño o la ofensa inferidos a nosotros o a quienes nos son apreciados (indignación y rabia tanto más intensas cuanto más injustos y improcedentes sean el daño y la ofensa), y que crea, por lo menos momentáneamente, sentimientos de odio y deseos de venganza.
Que se trata de una emoción (y una de las primarias) lo delata su gran excesiva intensidad y su carácter transitorio y breve (también su expresividad facial, característica y acaso universal y, en general, los componentes no verbales que la acompañan: musarañas, gruñidos, aspavientos y la vasodilatación general de las tuberías arteriales). La indignación, el odio y el deseo de venganza pueden, ciertamente, persistir largo tiempo (a veces toda la vida), pero la cólera misma, en tanto que tal fase afectiva, cesa con prisa: nadie permanece 24 horas enteras, ni siquiera una hora, en actitud encolerizada, como tampoco lo hace en actitud estuporosa, de repugnancia o de alegría.
Admitamos, con Aristóteles, que “el que se irrita por las cosas debidas y con quien es debido, y además cómo y cuándo y por el tiempo debido, es alabado”. Y si no alabado, es seguro, al menos, que su actitud se encuentra plenamente justificada y es absolutamente legítima. Pero es obvio, igualmente, que las dificultades tan sólo se presentan (y se agrandan) en aquellos casos confusos y susceptibles de discrepante discusión, en tanto que hay otros que no generan confusión alguna ni admiten discusión de ningún especie. Y en éstos casos, ser manso y apacible no es síntoma de bondad o de buen carácter, sino de debilidad o cobardía; también, con frecuencia, de estupidez: “Pues los que no se irritan por los motivos debidos o en la manera que deben o cuando deben o con los que deben –dice de nuevo Aristóteles–, son tenidos por necios”.