domingo, 5 de febrero de 2012

Ira Inteligente

Admitamos –dice Aristóteles– que la ira es un apetito penoso de venganza por causa de un desprecio manifestado contra uno mismo o contra los que nos son próximos, sin que hubiera razón para tal desprecio”; la consideramos un tanto idealista ya que no es el desprecio sin razón el que nos vuelve iracundos sino agravio objetivo muchas veces aberrante y violento. La definición de Descartes nos parece mas realista: La ira –escribe el filósofo francés– es una especie de odio o aversión que sentimos contra los que han hecho algún mal o han tratado de hacer daño, no indiferentemente a cualquiera, sino particularmente a nosotros [...] tiene el mismo contenido que la indignación y además se funda en una acción que nos afecta y de la que deseamos vengarnos”. Falta, sin embargo, en la fórmula cartesiana (aunque pueda suponerse implícito en ella), algo que sí se halla en la aristotélica: la indignación se suscita igualmente cuando las víctimas del mal o del daño son aquéllos que nos importan, nuestros cercanos –amigos o familiares- aunque no lo seamos directamente nosotros mismos.
Concertemos, entonces, que la ira es una emoción consistente en un estado afectivo de indignación y furor provocadas por el daño o la ofensa inferidos a nosotros o a quienes nos son apreciados (indignación y rabia tanto más intensas cuanto más injustos y improcedentes sean el daño y la ofensa), y que crea, por lo menos momentáneamente, sentimientos de odio y deseos de venganza.
Que se trata de una emoción (y una de las primarias) lo delata su gran excesiva intensidad y su carácter transitorio y breve (también su expresividad facial, característica y acaso universal y, en general, los componentes no verbales que la acompañan: musarañas, gruñidos, aspavientos y la vasodilatación general de las tuberías arteriales). La indignación, el odio y el deseo de venganza pueden, ciertamente, persistir largo tiempo (a veces toda la vida), pero la cólera misma, en tanto que tal fase afectiva, cesa con prisa: nadie permanece 24 horas enteras, ni siquiera una hora, en actitud encolerizada, como tampoco lo hace en actitud estuporosa, de repugnancia o de alegría.
Admitamos, con Aristóteles, que “el que se irrita por las cosas debidas y con quien es debido, y además cómo y cuándo y por el tiempo debido, es alabado”. Y si no alabado, es seguro, al menos, que su actitud se encuentra plenamente justificada y es absolutamente legítima. Pero es obvio, igualmente, que las dificultades tan sólo se presentan (y se agrandan) en aquellos casos confusos y susceptibles de discrepante discusión, en tanto que hay otros que no generan confusión alguna ni admiten discusión de ningún especie. Y en éstos casos, ser manso y apacible no es síntoma de bondad o de buen carácter, sino de debilidad o cobardía; también, con frecuencia, de estupidez: “Pues los que no se irritan por los motivos debidos o en la manera que deben o cuando deben o con los que deben –dice de nuevo Aristóteles–, son tenidos por necios”.

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