“Todos los hombres desean por naturaleza saber” nos dice Aristóteles al inicio de su Metafísica. Esto de saber a qué atenerse en el mundo, pareciera ser efectivamente una inquietud general del hombre. Hay, primariamente, un “deseo de saber” que sería un estado pre-reflexivo, aconceptual; una búsqueda “impulsiva” movida por una suerte de anhelo fundamental de nuestra existencia.
Jaspers en “La filosofía desde el punto de vista de la existencia” dice que, “la filosofía quiere decir: ir de camino”. Dice que la palabra griega filósofo (philosophós) se formó en oposición a “sophós”. El filósofo es el amante del conocimiento, del saber; en oposición a aquel que estando en posesión del saber es llamado sapiente o sabio. Todos, en mayor o menor grado somos amantes de la sabiduría, buscadores del saber (porque no se posee). Todos “por naturaleza” deseamos salir de la ignorancia; pero para salir de la ignorancia, primero hay que “caer” en ella.
El hombre desde que es niño –los niños son los más vehementes indagadores- parte a la conquista de una seguridad radical que necesita imperiosamente, precisamente, por que por lo pronto es, aquello que le es dado al serle dada la vida: una radical inseguridad. Todos nosotros necesitamos “hacer pié”, hallar algo firme que nos sostenga en el mundo y, llega el momento en que nos preguntamos qué es verdaderamente lo que hay, cuál es la realidad.
Platón cuenta una breve historia sobre Tales de Mileto (siglo VI-V a.C.). Dice Platón que mientras Tales se ocupaba de la grandeza de la bóveda celeste y miraba hacia arriba, cayó estrepitosamente en un pozo. A raíz de esto, una ingeniosa y bella criada de Tracia se burló de él, y dijo que pretendía apasionadamente llegar a conocer las cosas en el cielo, mientras se le ocultaba aquello que tenía ante sus pies y ante sus narices. Martín Heidegger, haciendo referencia a la historia de Platón, dice que “la misma burla se aplica a todos los que se ocupan con la filosofía”. Esta idea se ha generalizado hoy día, porque se considera que para “pensar” hay que alejarse de las cosas concretas. Esto es un error, como muchos que abundan en el ámbito de la mera “opinión”.
Ocurre que lo mas cercano es, por lo regular, lo que menos vemos. Cuando más nos sentamos en una silla, por ejemplo, no nos detenemos a pensar en el ser de la silla, o en la maravillosa existencia de ese objeto doméstico. No nos preguntamos por la luz que nos alumbra, aunque esta nos ilumine con su vibración etérea; no nos hacemos cuestión de ella, no nos preguntamos ¿qué es la luz?
El pensar, que culmina en el saber, comienza por ser ignorar. El pensamiento es, pues, tanto más y antes de saber, una pura ignorancia. En la pregunta ¿qué es la luz? Se revela nuestra inicial ignorancia.
La pregunta es la llave maestra para pasar del no-saber al saber. Los niños habitan en un mundo de preguntas.
Los niños lo único que tienen son dudas –la duda es el inicio del filosofar-. El mundo para ellos es “cuestión”, constante problema. A los niños, en general, el mundo de los adultos les provoca mucha curiosidad, porque estos tienen, casi siempre, respuesta para todo…y si no la tienen la inventan. La vida es sustancial problematicidad y los adultos tendemos a “simplificar” las cosas y los casos, de modo que les trasferimos –a los niños- una historieta de caricaturas de lo real, con un contenido de angustia, desazón, abismo, Nada; que ellos llevarán –por el resto de sus vidas- como una venda en los ojos, impidiéndoles ver la auténtica realidad. Lo que, muy habitualmente, les heredamos es un engaño llamado mundo y un mundo llamado engaño.