martes, 24 de enero de 2012

Felicidad

En su último libro-ensayo, «Para desengaño de los que buscan ser felices», Gustavo Bueno catalogó de mito a la Felicidad, refiriéndose a ella únicamente como figura literaria. Según él ni el hombre ha nacido para ser feliz, ni vive para ello. Coherente con su materialismo dialéctico, sus provocaciones filosóficas -a menudo interesantes- son siempre un revulsivo que nos obliga a pensar. Contrasta con él el gran científico y filósofo Pascal sugiriendo que «todo hombre quiere ser feliz, no quiere ser sino feliz, y no puede dejar de quererlo». Tal vez el juicio de Pascal obedeciera a esas otras razones del corazón, que... la razón no conoce.

Me inclino a pensar que lo que llamamos felicidad es algo que se encuentra más allá del acto de gozar o disfrutar, envuelto por un sentimiento de dicha, goce y satisfacción que no se debe confundir con el placer sensible, puesto que es una experiencia que se vive y se siente, y no una cosa que se define y razona. Por esos caminos de la sin-razón no transita la filosofía.

¿Cómo se define, pues, ese estado de equilibrio en el que sonríes, estás alegre, amas a los que están contigo -sintiéndote de ellos amado-, no tienes ningún problema y eres hasta capaz de llevar al mundo por montera? ¿Para alguno existirá ese estado feliz o todo se quedará en una mera utopía? Como el aceite y el agua, ¿no serán también incompatibles el hombre y la felicidad? Es de Baltasar Gracián aquello de que «todos los mortales andan en busca de la felicidad; señal es de que ninguno la tiene», rematando con lo del «nemo sua sorte contentus». Más superficial en contenidos, nos lo sentencia en pareados el cortesano Campoamor: «No tengas duda alguna; felicidad suprema no hay ninguna», a lo que Vargas Llosa apostilla que «sólo un idiota puede ser totalmente feliz».

Si la felicidad es un «ánimo subjetivo de felicidad», algo tendrá que ver cada sujeto y, dentro de una sociedad evolucionada, la capacidad de cada uno para ser feliz. No es lo mismo un ser con necesidades primarias, que otro con otro tipo de necesidades y apetencias, por más secundarias o sofisticadas que las podamos pensar. Sin duda equivocado estaba quien dijo que «si el conocimiento nos hace libres, la ignorancia nos puede hacer felices». La realidad es que la ignorancia a todos nos hace estúpidos. En el banquete de la felicidad cada uno participa según sus capacidades y sus hambres. También los perros participan del banquete de su señor: ellos también se sacian -y por ello son felices- con las migajas, sobras, huesos y despojos que les puedan caer de la mesa. En una sociedad tan diversa, es lógico que haya niveles y estratos diversos de «saciedad» y, por supuesto, de felicidad.

Estoy de acuerdo con Leibniz cuando sugiere que «nuestras inclinaciones no nos conducen propiamente a la felicidad, sino al placer»; es decir, a una felicidad momentánea, «mientras que sólo la razón nos puede proporcionar una dicha duradera». A la razón añadiría yo el corazón, con toda su capacidad de amor y comprensión. Aquel siempre niño gafotas, Miguel de Unamuno, autoapellidado «cartujo laico, ermitaño civil y agonístico», acaso desesperado por su hambre de inmortalidad, en su anhelo y lucha por la felicidad, se preguntaba sin rebozo: ¿Se puede ser feliz sin esperanza?; para contestarse -no desde la Lógica razonable de los filósofos, sino desde «la Cardíaca» que él inventara- que «una ventaja de no ser feliz es que se puede desear la felicidad». Para eso vivimos. ¿Qué no es la historia de la humanidad sino una incesante lucha por ser felices?

La felicidad, ¡claro que es un mito! Todos la prometen y todos la buscan. Algunos hay que hasta la pregonan desde su religión, desde su partido, desde las logias de su mercado, o desde sus cátedras de opinión radiada, escrita o televisiva. «A vivir, que son dos días» es un mensaje subliminar de la Ser. «Get Lucky» -sé feliz-, nos bombardean desde una marca de tabaco. «Don`t worry, be happy» -no te preocupes, sé feliz-, es otra constante vital que poco tiene que ver con el «carpe diem» horaciano de vivir el instante, el momento que se nos va de las manos. A ella se refiere Gustavo Bueno cuando habla de la «felicidad canalla» -de canis, perro-, que se alimenta de despojos, drogas, cannabis, porros, alcoholes, sexo fácil, trivial, promiscuo, epidérmico, insípido y pasajero. Eso no es vivir, eso es jugar a vivir, y vivir cabalgando sobre el hilo de una frágil y efímera felicidad, sin dirección ni sentido, como una barca sin brújula ni timón. Algo de esto nos podrán decir algunos de nuestros jóvenes que -pasado su sarampión- ya están de vuelta.

No somos redentores de nadie, sino, con algunos años más, compañeros de camino. Tenemos todos el derecho a ser felices; pero nos urge también el deber de orientar nuestras vidas hacia la felicidad, aunque después nos quedemos en el camino. Puede ser bueno el consejo del poeta: «Enfila tu proa hacia la luna; pues, aunque te equivoques, irás a parar a las estrellas». Pero para atisbar la felicidad profunda, profundicemos más bien en la vida, y rememos hacia dentro, donde están los secretos y el corazón de todas las cosas.
¡Felicidades y Felicidad! ¡Que no nos falten!

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