“Estos Prolegómenos no son para uso de principiantes, sino para futuros maestros y, aun a éstos, no les deben servir para la exposición de una ciencia preexistente, sino, ante todo, para la invención de la ciencia misma”. Kant
Engañar, embaucar, engatusar, timar, seducir, dar a la mentira apariencia de verdad, disfrazarla de autenticidad; ocultar sus ilegalidades y cubrirla de aparente probidad genuina…es un arte. Pero no cualquiera puede llegar a ser un mofante embelacador profesional. Se necesita conocimiento y técnica. Para enmascarar la realidad, primero hay que conocer sus recovecos. Y esto no es tarea fácil. Conocer las cosas patentes, desnudas y manifiestas en todo su dramatismo es misión de guerrero boreal.
El hombre necesita una cierta seguridad, una cierta estructura desde donde poder proyectarse. Incluso para proyectar la inseguridad el hombre necesita terreno firme, un suelo sólido en donde poner los pies y apoyarse, por tanto, hay una cierta seguridad en la inseguridad.
Entonces lo primero que debe construirse el aspirante a encandilar a incautos solípedos o seducir a alguna adinerada cortesana poco agraciada, es construirse una atalaya compacta y firme desde donde sostener y lanzar desde allí sus ataques tracaleros. Llegar a ser un enlabiador de buen proclamar, con algún prestigio social requiere estudio y cierto intelecto cultivado; en esta lucha brutal por la existencia, de cuernos aguzados, o de afilada armadura de animal de rapiña; hay que ser capaz de camaleonizar la apariencia y de un caracortada de traje clownesco transmutarse en un efebo andrógino, del tipo bailarín de “martes femeninos”…de esos que gustan al sexo “débil” hoy en día.
El arte de fingir, el engañar, la adulación, la mentira y la fraudulencia, la murmuración de pasillos, la farsantería, el vivir del oropel ajeno, el enmascaramiento del rostro, el convencionalismo encubridor, la escenificación de actor de tercera ante los demás y ante uno mismo; en síntesis, el aparente aleteo traqueteador e incesante de polilla alrededor de la luminiscencia de la vanidad y el amor propio hiperestésico, debe ser el fin último del aspirante a estas artes arcanas a la mayoría de la plebe vulgata.
Hay entre los hombres una inconcebible, sincera y pura inclinación hacia la verdad. Aunque el mayor número se encuentra sumergido en epifanías subjetivas, la poca densidad de su vida mental no le permite ver más allá de la punta de sus zapatos. La mayoría se encuentra profundamente sumergido en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a resbalar sobre la periferia de las cosas y los casos y percibe sus primeros planos, sus aparentes formas engañosas; su percepción sensorial no conduce en ningún caso a la verdad, sino que se duerme acomodaticiamente sobre el cojín de estímulos primarios, jugando infantiloidemente a tantear la cáscara de “lo que hay”.
Nietzsche se pregunta: En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa?
Esa ignorancia de sí mismo mimetizada en soberbia autocomplaciente del hombre, es su mayor debilidad y desde allí partiremos con el cultivo de las semillas del engaño y del fraude. Inocularemos, por ejemplo, una suerte de moral calvinista que iguala la riqueza y poder político a las bendiciones de Dios y por ella mide el éxito humano del individuo, entonces acumular dinero será garantía de una vida feliz y admirable.
Debemos cultivar la ambivalencia celestial y bestial, la descalificación oportuna, la conducta odiosa, el libertinaje de ser-él-mismo-para-sí-mismo y la labor corrosiva que suscita la constante desaprobación; el desprecio sistemático, el demérito y la repugnancia a todo intento de búsqueda de la verdad. Estas son las comarcas del engaño. Debemos aprender a re-crear emociones fuertes. Una fuerte emoción aturde, desorganiza el curso del pensamiento y se presenta como un certero disparo en el centro del blanco de la atención. En ese momento se neutraliza el raciocinio y podemos dar un golpe certero al bolsillo, al amor propio, al cinturón de castidad de la víctima.
Afirmar que el hombre tiene una primaria apetencia de verdades…es el primer engaño. La estulticia, trompetera de su auténtico quehacer nos canta de cómo el prototipo humano retuerce el cuello del búho de Minerva y después de cocerlo a fuego lento, se lo engulle, para acallar el ruido de sus tripas.
Hemos vistos muchos retratos del hombre psicológico, y este, por lo menos en términos freudianos, es un hombre universal. En esencia, todos los hombres somos iguales, ¿así, para qué la pantomima del escándalo? ¿Para qué el símil de impacto emocional, como si nos estuviéramos viendo por primera vez frente al espejo? ¿Para qué fingir el asombro estuporoso? Citemos otra opinión representativa, la de Franz Alexander: “en el subconsciente profundo, todos los hombres son similares; la individualidad se forma mas cerca de la superficie”.
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