El hombre tiene un extraño modo de estar en el mundo. A pesar de todos los determinismos biológicos, de todas las fatalidades sentimentales, de todas las programaciones de su maquinaria mental; a pesar de ser un eterno recién nacido, de ser un “nidífuga desvalido” (me gustó el tropo de Adolf Portmann), de ser morfológicamente un prototipo del “algo”; a pesar de sus edificios materiales e ideológicas, de su praxis utilitaria y dominadora, de su cultura tecnológica; es un militante permanente de la infantería de la ingenuidad, del pelotón del autoengaño.
Su nostalgia permanente de un paraíso inexistente lo ha llevado por la vida ha levantar grandes construcciones cosmogónicas y antropogénicas. Una de sus más cómicas invenciones es la síntesis de la Libertad. !Que palabra! (Algunos jóvenes -etapa en que se es todo y nada- creen que tener un celular ultima generación los hace libres).
La libertad como la liberación general de la corporeidad humana, de la desespecialización, de la desprogramación genética, de los limitantes determinismos genéticos. La Libertad como la llave de puertas a un Nuevo Mundo, en el que solo se dedicaría a autocontemplarse ensimismado como ápice de su propia trascendencia sin fin.
Pero seguimos pegados a las tetas maternas y durante casi toda la vida conciente y útil nos dedicamos a autoafirmarnos, a cortar el cordón umbilical psicológico con la madre (añoranza de las senos maternos) y quejarnos de nuestra condición de inermidad ante el destino incognoscible y de la conciencia agónica donde nos previsualizamos desaparecer eternamente.
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