Vivimos tiempos en que la acción en las circunstancias es velocísima. Los acontecimientos siempre cambiantes nos van exigiendo juicios rápidos y seguros, pronta y enérgica reacción a todos esos estímulos que nos llegan del siempre móvil contorno. El ritmo basal, atmosférico modificado por, sobre todo, el progreso cibernético a acortado sus intervalos hasta el punto en que el tic-tac del reloj natural ya no es mas que una lánguida melodía de fondo, un adagio casi imperceptible para el bípedo implume contemporáneo. El gigantesco reloj astronómico que marca el compás de nuestra galaxia: el sol, parece un lento anciano molestoso que obstaculiza las transacciones bursátiles, apaga los computadores, baja las cortinas metálicas de los centros comerciales, en fin, detiene con su inoportuno mutis por el poniente, la infinidad de actividades de ese hombre de hoy –cuasi cyborg-, el cual se ha injertado, además de la televisión digital, robots domésticos, pcs imprescindibles, jets intercontinentales, satélites multipropósitos, etc.; se ha injertado, decíamos, un nuevo metrónomo interior de ritmo acelerado que cuando quiere hablar mas pereciera que sopla y rechifla.
Entre toda la muchedumbre transeúnte que rápido circula por las calles (como si de verdad fueran hacer algo trascendente) avistamos a un hombrecillo que con calma faraónica observa concentradamente como el viento de la tarde ondea las hojas de un gomero gigante. La gente pasa a su lado despreocupada. ¡No! Alguien dice despectivamente: es un intelectual. El intelectual es un ser que siempre vive atrasado con respecto a los demás. Siempre dispuesto a la contemplación llega con frecuencia demasiado tarde a la cita con la acción. Miseria y esplendor de su vocación. Siempre llega tarde, se complace en intercalar cavilaciones entre estímulo y respuesta. El intelectual no puede, aunque quiera, ser egoísta con respecto a las cosas. Se hace cuestión de ellas. Y esto es el síntoma máximo de amor. Esta especie rara de la fauna humana que ha orientado su existencia en una peculiar dirección, es el intelectual; no uno cualquiera, sino uno que lo es ciento por ciento, con desesperada autenticidad…porque es la pura verdad, dice Ortega y Gasset: la existencia del intelectual es maravillosa. Vive permanentemente en la cima de un Tabor, donde se producen incesantes transfiguraciones. Cada instante y cada hora le es ocurrente peripecia, esplendentes fantasmagorías, grandes espectáculos, melodramas, auroras boreales…Pues todas las jornadas del intelectual son un poco eso: presencia una y otra vez el nacimiento de las cosas y estrena el prodigio de que sean lo que son. Va de sorpresa en sorpresa. Su cotidianeidad está hecha de exclusivas sorpresas. Repleto de dudas, extrañezas y desconciertos busca la luz de la Verdad. Lleva la pupila delatada de asombros…camina seducido y alucinado…es borracho de nacimiento.
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