Hegel pensaba que la eterna pugna por el reconocimiento entre los hombres constituía un fenómeno estrictamente humano; era, en todo caso, esencial para explicar la significancia de la cacareada naturaleza humana. Sin embargo se equivocaba medio a medio. Porque la apetencia humana de reconocimiento tiene un sustrato biológico…que también está presente en nuestros hermanos menores, los animales. En La política del chimpancé, Franz de Wall describe con lujo de detalles las peleas por el rango libradas en el seno de una colonia de chimpancés mantenidos en cautiverio en Holanda. Los chimpancés machos forman camarillas sectarias, conspiran, confabulan y se traicionan unos con otros y exteriorizan emociones muy similares al orgullo y la ira cuando su rango no era re-conocido por sus camaradas.
La contienda humana por el re-sonado reconocimiento es incalculablemente más compleja que la de los animales. El bípedo humano en virtud de la capacidad de almacenar datos en la memoria, el aprendizaje teórico y práctico y su formidable capacidad para el llamado razonamiento abstracto, son capaces de encauzar la lucha por el reconocimiento hacia ideologías desproporcionadas y amorfas; creencias religiosas que le enajenas y le hace sumergirse en atmósferas psicotrópicas; puestos intramuros de relativa relevancia en universidades que nadie conoce, poseer el 4x4 mas grande que el de su vecino, o el peinado más vistoso para la fiesta del sábado de la sociedad de socorros mutuos.
Este deseo de reconocimiento (muchas veces de-mostrado ridículamente), decíamos tiene una base biológica y que dicha base tiene que ver directamente con las concentraciones de serotonina en el cerebro. El macho dominante en los estudios de De Wall poseía altos índices de serotonina y los inferiores de la escala social de los monicacos, baja concentración de serotonina.
Hegel creía que el proceso histórico humano estaba impulsado, básicamente, por la lucha feroz por el reconocimiento. La “batalla sangrienta” entre dos contendientes en la que se definía quien era el amo y quien el esclavo; que instalada en nuestras lides políticas actuales de la democracia moderna (en que los hombre son considerados libres y dignos del mismo reconocimiento (permítaseme una sonrisa)), sigue siendo la manifestación externa de las diversas dosis de esta alquimia físico-química que se produce en el cacumen humano en que la señora serotonina la lleva.
La famosa y nunca bien ponderada lucha de clases marxista no es más que otra utópica escenografía para mostrar al grueso público gestos de atlética virtud; pero que enmascara mañosamente la lucha fisiológica ruin por el bastón de mando.
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