viernes, 9 de diciembre de 2011

Al niño que todos llevamos dentro

Vivimos en una sociedad  poco solidaria, la realidad es que el que no sabe dar enérgicos codazos es quitado de la fila, hecho favorecido incluso por sus propios y generalmente nobles escrúpulos que le impiden re-accionar.
De este modo coexistimos en un ambiente poco valorador de lo mejor que somos, sino más bien nos burla y castiga por ello, crea personalidades apocadas y angustiosas que no observan al prójimo con la fruición de co-participar en este mundo común, sino con el temor y aprehensión de estar siendo constantemente expulsado de él; en el ambiente laboral, en las empresas amorosas, en los perímetros amistosos, en los pedestales de la admiración.  Cuando la afilada cuchilla de la crítica, la intermitente y corrosiva descalificación, la ofensa asquerosa y todo tipo de aumentativos, nos corta la carne y nos des-troza el alma; cuando se nos escatima de cualquier modo, se nos aparta y deja en último lugar, dando a entender que cualquier otra cosa es prioritaria y cualquier otra demanda es más digna de atención, acabamos pre-sintiendo y sintiendo que no tenemos en realidad el valor suficiente standard.
Dice Heidegger que el origen de la angustia era la forma como el ser humano conoce la nada como lo que hay detrás y antes de las cosas que existen (tenemos muy internalizado que procedemos de la nada y en la nada nos disolvemos, por lo que angustiarse sería salirse del “algo” que hay entre-medio). Somos una especie de entre paréntesis entre dos nadas absolutas. Pero aparte de esta “angustia existencial” de ribetes metafísicos hay angustias mas pedestres…a ras de suelo.
 Por ejemplo; poco colabora el prejuicio social generalizado de que el que no triunfa en las estructuras vitales programadas (educación, familia, fortuna, aceptación social, etc.) es porque no lo merece; no posee calidades y cualidades personales o no ha sabido conducirse con la inteligencia y astucia necesaria. Por el contrario, idealizamos y realzamos a los que las cosas les salen bien pensando que son capaces, perspicaces, juiciosos y se merecen todo por decoro propio.

El desamor, la impresión de no conseguir ser lo suficientemente estimados por los demás, es también una voz y sentimiento que con dedo acusador pareciera inculparnos: “!por algo será!”. Tal vez somos poco interesantes, atractivos, solventes, confiables, dignos, merecedores. No somos grandiosos, sino “poca cosa”, “poco partido” para los demás, a los que más bien importunamos con nuestra molesta e inoportuna presencia general. Llegamos a la vida siendo queridos (a veces no) y morimos día a día como si el mero existir y vivir con amor fueran una sola y misma cosa.
Muchas veces se ha creado una excesiva dependencia afectiva de los demás, de manera que nunca tenemos suficiente, siempre estamos afanosos, pidiendo y succionando como parásitos partículas de afecto,  y en este pedir nos degradamos a niveles de angustiosa humillación. ¿No sería la solución conformarse con menos y buscar otro tipo de placeres para calmar nuestro anhelo de felicidad?  En cambio el afecto-dependiente (como dicen los que saben) a menudo se vuelve un sufridor profesional buscando más de lo mismo, haciendo esfuerzos inmensos para convencer con sus favores, sus tiernuchas delicadezas, sus sutiles atenciones que sólo provocan las iras, el desprecio y el rechazo. No aparece en el horizonte ninguna actividad vindicativa y aclaratoria; a veces, un que te doy pero no te doy, con generosidad te doy, pero qué me das si te doy, te voy a dar cuando no esperes en vez de cuando desesperes, no te doy porque no te mereces que te de, aunque te doy a pesar de que no lo mereces. ¿A que no sabes si te daré o no te daré? Aunque no quieras te daré, pero cuando quieras no te daré…
En ocasiones ni siquiera hemos sido nunca queridos, porque los que decían que nos amaban nos mentían (es tan fácil mentir con la palabra y con el regalo envenenado), y nos traicionaban haciéndonos notar que con un poco más de esfuerzo acabaríamos induciendo por fin la ansiada efusión amorosa, siendo en realidad un siniestro engaño intoxicado producido por los más próximos (como la más enmarañada tragedia de insidiosos escritos shekaspearianos).
Que vemos al final; que el pobre bípedo sin plumas está esperando el milagro de, por fin, ser persona digna de amor y que le sea devuelto con intereses todo lo que ha perdido injustamente: un cielo difuminado, un paraíso perdido cuya promesa le hace tolerar las ignominiosas cadenas de lo injusto.

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