Muchas veces la oscuridad nos
rodea por todos los flancos. Nos embarga una sensación de perdimiento cuando el
amor se petrifica en el vacío. Aparece el olvido de sí mismo, el ser es
devorado por los impulsos. Hoy, entre-medio de tanta tecnología abrumadora
aparece esta sensación de vacío existencial.
El olvido de sí mismo es promovido por esta inundación de los medios
técnicos. El mundo es reglamentado por el reloj, dividido en trabajos
enajenadores y absorbentes, mecánicos y vacíos. Llega el momento en que nos
sentimos la parte mínima de una gran máquina. Si en algún momento tratamos de
volver a nosotros mismos, será por momentos, ya que la máquina omnidevoradora
del trabajo vacío nos hundirá de nuevo entre los engranajes del coloso
invisible de los tiempos: la técnica.
Hay una natural inclinación
en el hombre a olvidarse de sí mismo. Es necesario pellizcarse constantemente
para no perderse entre los recovecos del mundo, en los hábitos adormecedores,
en las trivialidades sin sentido, en los rieles fijos.
Filosofar es resolverse a
hacer que despierte el origen, retroceder y bajar hasta el fondo de sí mismo y
ayudarse con la acción interior reivincadora y libertaria en la medida de las
propias fuerzas.
Cierto es que la vida nos
llama hacia lo primario y tangible y que debemos obedecer a esos llamamientos
materiales, al requerimiento contingente y diario. Pero no darse satisfecho por
ello, rebelarse ante estas imposiciones absorbentes es ya camino incipiente
hacia sí mismo. No olvidar, sino aferrarse firmemente; no desviarse, sino
trabajar hasta la perfección íntimamente; no dar por acabado nada, sino
iluminar hasta el fondo los vericuetos a que nos llevan ciertas circunstancias.
La vida filosófica es un
camino de dos vías: en la soledad, la meditación en todos sus modos de
reflexión y en compañía de los demás, la comunicación en todos sus modos
posibles del comprenderse mutuamente en el hacer, hablar y callar unos con los
otros. Indispensables nos son los otros a nosotros en algunos momentos del día
de profunda reflexión. Con ello constatamos de que no desaparece del todo la
presencia del origen en el ineludible desenfreno del diario vivir.
La reflexión filosófica no posee, a diferencia de los cultos religiosos,
un objeto sagrado, tampoco un lugar consagrado, ni ninguna forma fija y pétrea.
El orden que para ella nos asignamos no se convierte en regla imperturbable,
sino que queda en posibilidad dentro de posibles movimientos mentales. Esta
reflexión es, a diferencia de la comunidad que practica cultos objetivantes,
una reflexión solitaria.
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