Allá por el año 1951 invitaron a Ortega y Gasset a Darmstadt y, no sin sorpresa, se encontró en medio de una especie de congreso de Arquitectos. En esa oportunidad se quejó el filósofo que en Alemania no le avisan a uno nada, de suerte que cuando lo invitan a algo no se sabe, por anticipado, qué es ese “algo”, y al ir no sabía ciertamente adonde iba. La otra sorpresa que se llevó es que se encontró con Martín Heidegger, una suerte de rival antifonero filosófico de Ortega, en ese momento. Lo único que le habían advertido era que el tema principal versaba sobre la técnica. Por lo que llevó a esa parte de la Germania una conferencia genial titulada: “El mito del hombre allende la técnica”.
Y así fue que uno de los arquitectos protestó que en las faenas arquitectónicas se introdujese el “denker” (el pensador) que, con frecuencia es “zer-denker” (des-pensador) y no deja tranquilos a los demás animales creados por el buen Dios. Ortega no se dio por aludido, pero haciendo uso de aquella “ironía socrática” que le caracterizaba, dijo: “El buen Dios necesitaba del des-pensador para que los demás animales no se durmiesen constantemente”. La mayoría rió de buena gana, sobre todo los más jóvenes. Sabemos que los arquitectos siempre están demasiado ocupados tratando de salir de sus laberintos euclidianos y tienen poco tiempo para pensar.
Ortega se preguntó es aquella histórica ocasión ¿Cómo se explica la existencia en el especialista (arquitecto) de este “primer movimiento” hostil ante todo brote de efectivo y diestro filosofar?. Y analiza ante todo dos razones. En al primera el especialista se ve obligado a percibir que su disciplina es parcial, que el, por tanto, es un hemipléjico o padece cualquiera otra enfermedad que “reduce al hombre a no ser sino un rincón de sí mismo”. Que es monotemático, que mira la vida con ojo miope, que ve partes o porciones del mundo. Que desde su particularísima parcela no puede ver lejanos horizontes, sino, solamente los cierros de hormigón perimetrales inmediatos y colindantes.
Por otro lado el filósofo, desde su primera palabra se advierte que habla “desde” el horizonte, que su voz viene y va a toda la extensión de la realidad, que no es un ruido comarcal ni local sino universal y cósmico, Su voz es general y ecuménica.
En segundo lugar, el hombre que, al fin y al cabo, lleva debajo de sí el especialista, descubre, ante el hablar del filósofo, que el tenía también en su intimidad una filosofía, que era filósofo sin saberlo. Pero que esa su era filosofía superficial, que “mas abajo”, como en un subsuelo existe otra mas profunda, mas recóndita, mas fundamental. Entonces el especialista se siente incómodo, molesto de ser descubierto por el filósofo. Esto de sentirse visto y descubierto por esta especie de voyeur metafísico, desde “abajo”, esto de que alguien levante a todas las cosas la faldas y le examine el trasero, le pone frenético y le parece; acaso con una punta de razón, indecente, impúdico…hasta obsceno.
La filosofía es siempre una invitación a una excursión vertical, hacia abajo. La filosofía va siempre detrás de todo lo que hay ahí y debajo de todo lo que hay ahí. Es una suerte de anábasis, una retirada estratégica, un perpetuo retroceso. Pues el destino del filósofo es ir por detrás y por debajo de las cosas para verles la espalda y el asiento. De allí la inquietud del especialista, cuando ve que el filósofo revuelve su capa ideológica y envuelve su retaguardia y se le pone inquietantemente a su espalda.
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