Decía Nietzsche que toda palabra es un prejuicio, que es como decir que toda palabra está llena de palabras. Las palabras llaman palabras. Una vez que se comienza ya no se puede parar.
El lenguaje ha sido abordado desde muy diferentes perspectivas. De la palabra nos han hablado los magos y cabalistas, los teólogos, los gramáticos, los retóricos, los lingüistas, los místicos, los filósofos, los sofistas, los legistas, los políticos, los poetas, los bitacoreros, los chamulleros... Todos, para hablarnos de la palabra, han tenido que utilizar las manoseadas palabras: la palabra creadora de mundos y trasmundos; la palabra portadora de verdades; la palabra que seduce dulcemente o que ofende bruscamente, la palabra falsa o falseada, la palabra culta y la palabra llana; la palabra que aclara y la palabra que esconde; la palabra olvidada y la palabra viva.
Piénsese en las palabras de uno mismo o en las palabras de cualquier otro ser vivo o muerto. Pronto se percatará uno de que las palabras no pertenecen a nadie. Las palabras tienen vida propia. Se supone que los poetas liberan las palabras - no las encadenan en frases-. Los poetas no poseen palabras "de su propiedad". Los escritores tampoco. Los blogueros menos.
Existe la llamada "cura por la palabra", inaugurada a fines del siglo XIX por una paciente histérica del neurólogo Joseph Breuer, que bautizó con el término "deshollinar" a su necesidad de hablar sobre los traumas que la enfermaban: como “polvo sucio” que obturaba su mente, el trauma se reducía a nada al convertirse en palabras que arrastraban el mal fuera de su cuerpo.
Hoy, a nadie se le escapa el poder liberador de la palabra. Convivir en silencio con las experiencias personales, especialmente las traumáticas, enferma. Hablar sobre ellas alivia y libera. La palabra es una válvula de escape. Pero esta descarga no siempre tiene un efecto de desahogo, terapéutico, catártico, liberador.
Hoy, a nadie se le escapa el poder liberador de la palabra. Convivir en silencio con las experiencias personales, especialmente las traumáticas, enferma. Hablar sobre ellas alivia y libera. La palabra es una válvula de escape. Pero esta descarga no siempre tiene un efecto de desahogo, terapéutico, catártico, liberador.
La palabra escrita y la palabra hablada se complementan. Hablar sobre lo vivido a veces tiene un carácter difuso, que la escritura detiene y le da una forma casi material. En la psicoanálisis, una de las tareas centrales es desarrollar en cada sujeto un observador crítico que despliegue un proceso de trabajo sobre sí, los otros y los mundos que constituyen la trama vital personal. Para eso usamos, además de la palabra hablada, otros lenguajes que otorguen expresión más plena a la experiencia mental. Así, la palabra escrita se convierte en un instrumento capaz de revelar zonas del psiquismo que no surgen con la oralidad efímera, con la verbalización instantánea.
Escribir nos ordena mentalmente, nos organiza las ideas, es más fácil leer un pensamiento en el papel que leerlo en la cabeza, es una suerte de cable a tierra. Además, conservar los escritos y releerlos tiempo después permite introducir el factor histórico en el proceso de autoconocimiento integrador con el valor adicional de habilitar una plataforma de observación, que nos muestra desde la perspectiva del tiempo otra faceta de nuestro ser. Escribir es un acto de supervivencia y de supravivencia…y quien sabe, de sobrevida.
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