Al contrario de lo que comúnmente se piensa, el tiempo no borra nuestras experiencias pasadas. Todos podemos recordar sucesos acaecidos allá por las perdidas infancias; son, realmente, las personas mayores las que refieren con más claridad los recuerdos de su infancia, mas aun que los más recientes. Pero el tiempo transcurrido se encuentra relacionado in-directamente con los procesos del olvido. Suele ocurrir que, durante cortos intervalos de tiempo, algo intercepte la cristalización de la información en los caudales de la memoria. Pero existen los recordatorios significativos que nos retrollevan a episodios del pasado. Cada año, en la medida que los especialistas llevan a cabo complejas indagaciones, la memoria va surgiendo como la más sorprendente de todas las facultades humanas. No podemos esperar una explicación sencilla acerca de una facultad que nos lleva por los recovecos del tiempo y explora y registra nuestra individualidad y de la cual depende, en definitiva, en términos reales, nuestra personalísima percepción de “la vida”. Para algunos es una facultad maravillosa y una auténtica congratulación; para otros, una maldición de la que convendría huir rápidamente; para otros, algo indiferente, y para la filosofía es, tal vez, lo más sugestivo con lo que cuenta el hombre. La memoria abarca un ámbito complejísimo, ya que la hallamos en nuestro mundo emocional, en nuestro mundo mental, e incluso en las incógnitas alturas de nuestro mundo espiritual.
¿Qué son los recuerdos? Recuerdo es la capacidad que tenemos de retrotraer a la conciencia actual y presente algo que dejamos atrás, en el pasado, algo que de pronto se vuelve claro y diáfano y vuelve a re-vivirse de nuevo. Es como si el recuerdo nos ofreciese la posibilidad de vivir muchas veces un mismo hecho, pero sin necesidad de re-vivir la circunstancia, porque es esa función psicológica la que nos permite re-construir el contexto escénico. Los recuerdos son la trascendencia; no es la persona, lo material, es otro elemento superior que es el individuo, lo que no se divide, lo único, lo espiritual, lo que permanece es lo que trasciende y traspasa el tiempo y las distancias. No tiene ni la fuerza ni el peso del hábito del recuerdo consueto, no tiene la claridad de un sentimiento, una emoción o una idea que podemos actualizar; pero tiene existencia “concreta”, pero es como una nube, etérea y sutil, que al querer atraparla se nos escapa.
Recuerdo, si me permiten, un acontecimiento radiante y feliz de las primeras infancias. Allá, en el sur de Chile; navidades en un pequeño pueblo en donde todo era verde y cálido: San José de la Mariquina. Víspera de Navidad, ya caída la noche veíamos acercarse por el camino desde el Seminario conciliar San Fidel, una larga hilera de luces inquietas y el silencio de la hora se desoía por voces jóvenes que entonaban cánticos gregorianos en latín. Se acercaban a nuestra casa que se encendía en emociones. Eran los seminaristas que venían a saludar a su profesor (mi padre era maestro de Griego y Latín del viejo seminario enclavado en su solar, cerca del Sanatorio de las monjas alemanas y por el otro costado, el Convento de Monjes franciscanos). Mi madre, hermosa y enorme en su amor hacía los últimos preparativos para recibir al discipulado que se acercaban iluminando con sus cirios el sendero hasta el maderamen del portal de nuestra casa. El árbol de navidad resplandecía con sus velitas franciscanas. El ponche espumante se vaciaba en innumerables copas de cristal para saciar la sed de los cantores. Eran los seminaristas que por diversas razones no pudieron ir a sus lares familiares esos días. Mi madre era madre de todos. Pero sobre todo era mi madre. En medio del centenar de jóvenes estudiantes del seminario estaba mi corta existencia extasiada por la diligencia de la “mamá”. Todos éramos hijos, pero yo me sentía el más amado de todos. Entre los cantos de los estudiantes y el violín de mi padre, era la voz de mi madre la más celestial música que oí y oiré hasta que ya no respire.
No hay comentarios:
Publicar un comentario